Tengo la impresión de haber estado aquí siempre, pero podría ser perfectamente nunca.
Hay un acuario donde los peces me miran de frente como si me conocieran de toda la vida. Emiten un sonido extraño, como de peli de extraterrestres.
Puede ser que este drogada o puede ser lo contrario. Veo a dos hermanos gemelos sentados en un sofá chaise longe dorado. Uno de ellos besa la oreja del otro mientras me mira, sorprendido. Quizá hayamos sido amigos alguna vez, aunque no lo creo, parece extranjero y apenas conozco extranjeros. No es que tenga nada en contra de los extranjeros, es que no he podido conocer muchos.
Siento que todos los ojos se clavan en mí, los de los peces, los de los gemelos incestuosos y los de el camarero, que me mira especialmente mal, como se mira a alguien que te debe algo o te ha robado, que es un poco lo mismo, pero no es igual.
Me acerco y me pido un vino tinto. Como no sé la cantidad de drogas que he podido consumir, mejor no pasarse. El camarero se va y desaparece. Espero un buen rato mientras observo lo que podría ser perfectamente una escena de Buñuel.
De pronto, el acuario se rompe en mil añicos y todos los peces salen volando como balas doradas. La gente comienza a gritar, pero nadie hace nada. Gritan y vuelven a lo suyo.
Una señora completamente pasada, con pelo rizado y teñido con raíces negras tiene uno entre sus manos. Lo contempla como si hubiera muerto su hijo.
-Se llamaba Rubén.
-Lo siento.
-Tú no lo entiendes.
No puedo llevarle la contraria porque no entiendo nada de lo que está pasando, ni quién me ha puesto a mí en este escenario dantesco donde vuelan peces por los aires.
El camarero vuelve con una tarta de chocolate. Me la pone delante y se va.
-Perdone, le he pedido vino.
Ni se inmuta. Bueno, el chocolate también me parece una buena opción siempre.
Al fondo hay un viejecito musculoso, de esos que caminan horas y horas, y pasan la vida caminando y haciendo estiramientos como si fueran a hacer un Iron Man. Un oso de peluche es su acompañante, aunque cualquiera lo ha podido poner ahí porque también hay chicas de una despedida de soltera armando escándalo, como en todas las despedidas de soltera.
Un coreano se acerca a mí y hace gesto de saludo, tiene pinta de no saber nada de español. No importa, a veces es mejor comunicarse por señas, las palabras a veces no dicen lo que realmente queremos contar. Las palabras están sobrevaloradas. Pone mi nombre en una servilleta. Extrañamente me parece un gesto de amor. Le doy un trozo de mi tarta que agradece con una hermosa sonrisa que deja ver dos dientes dorados.
Termino mi parte, doblo la servilleta con mi nombre y la guardo cuidadosamente. Me levanto y me voy sin pagar, como siempre.
No sé cómo ha podido saber mi nombre. Quizá nada de esto haya ocurrido.