Justo cuando escribía estas líneas me estaba haciendo la siguiente pregunta: ¿Vivir o no vivir?
Tal era el sentimiento de vacío y de soledad que se alimentaban de mí como un bebé mama de su madre o como las raíces de un árbol beben del agua que cae.
Nunca estuve tan sola. Nunca imaginé que mi vida o lo que creía que era terminaría tan joven. Viví muy rápido, como una cantante de punk. Lo decía mi abuelo y yo reía. No me importaban las curvas porque la sensación era de vivir con toda intensidad. Vivía tan rápido que devoraba todo lo que pasaba ante mí.
Y de pronto mi corazón paró. Todo lo que había a mi alrededor se había podrido y había dejado de funcionar. Yo misma no era yo misma y las cosas que antes marchaban, los momentos de euforia y diversión y de luces y de playas y ríos y mares y rocas se habían convertido en un lugar pálido.
Consumismo de vida, consumismo de relaciones, rapidez sin ser ni estar, el tiempo y los sujetos tomaron protagonismo, dejándome telonera de mi propia vida. Comencé a sentir que mi vida era una cárcel y que todo había sido mentira. Todo lo de antes era un espejismo que no me dejaba ver lo que realmente vendría después. La supervivencia. En el trabajo, en las relaciones, en la salud… todo se fue a pique, como si hubiera caído rodando desde lo alto de una montaña. Y entonces empecé a alimentarme de recuerdos y a no vivir más. En coma irreversible.
Es entonces cuando mi madre me dijo: si no vives por ti, tendrás que hacerlo por los demás. Por los demás. Por los demás. Por los demás. Pareciera una condena, una condena justa después de todo.
Y aún siguiendo en ese coma irreversible, y aún viendo como las raíces ya no bebían agua y como el bebé no había nacido, había sido un embrión, es un embrión de Paula Bonet. Y aun con todo eso y como dice Laura Brown en Las Horas: Era la muerte; yo elegí la vida