La abuela urogalla era muy coqueta, con su pelo almidonado, decían que no tenía arrugas porque había decidido no reír ni llorar y así preservar su juventud, hasta el fin de los días.
Yo sí la vi reír, pero reía a medias, como que sí, pero no. Y le agradecí que hiciera tal gesto sabiendo lo difícil que era para ella renunciar a su belleza infinita.
-«Gallega, aún recuerdo como cocinaba mi suegra, recién llegada de España, hacía unos guisos deliciosos», me decía.
-«Yo te voy a hacer un cocido que te vas a chupar los dedos, ¿vale?».
Ella me miraba sonriente y agradecida con esos ojos claros y ese pelo de algodón siempre en su sitio, a pesar de la pobreza y los días.
Al final de los días estaba enfermita, aunque seguía caminando sola con su bastón y así paraba el omnibus. No tenía miedo de ser valiente. Se retiró en su barrio de casas bajitas, húmedas y humildes. Quería irse por donde había venido.
Fui a hacerle unos mandados en mi día libre. Y a limpiarle un poco mientras ella no miraba por el rabillo del ojo. Después de eso, todo pasó rápido y enfermó.
Intenté sostenerla, que esperara un poco más en irse, necesitaba más de su saber y su compañía. Pero ya cansada, se me fue de las manos, a pesar de que mientras le acariciaba su piel de niña en ese hospital viejo le decía al oído: No te vayas, aún tengo que hacerte un cocido madrileño.
qué chulo
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